Pocos, muy pocos, saben que, anejo al monasterio escurialense, mandado construir por Felipe II, señor del Nuevo y del Viejo Mundo, hubo un laboratorio alquímico. De hecho, el más fastuoso laboratorio alquímico de toda la culta Europa, tal y como correspondía al más poderoso señor de aquel tiempo. Un laboratorio construido por los más sabios artífices, dotado de la mejor de las tecnologías que, entonces, podía construirse.
Un laboratorio dirigido, con mano de hierro, por un fraile jerónimo, diestro en su arte, aprendida en la mejor de las instituciones. Un fraile boticario que tenía acceso directo al todopoderoso monarca. Un monarca que no dudaba en acudir a aquellas salas llenas de hornos, alambiques, destilatorios, atanores, pues disfrutaba viendo trabajar a la legión de alquimistas, boticarios y destiladores que allí se afanaban realizando toda suerte de aceites, elixires y quintaesencias.
Un monarca.
Un imperio.
Un laboratorio secreto.
La Mansión de las Aguas.